Según la mayoría de los tratadistas especializados, el toro de lidia proviene del uro primitivo, una especie ya extinguida de toro salvaje cuya corpulencia venía a ser, por termino medio, el doble de la de su actual descendiente.
El uro, debido a las durísimas condiciones climatológicas que se tuvieron que soportar en el continente euroasiático durante las últimas glaciaciones, halló en el área mediterránea un hábitat ideal; habiéndose encontrado en la Península Ibérica restos paleontológicos de más de 500.000 años de antigüedad.
El hombre domesticó los primeros ejemplares de uro hace unos 9.000 años y dicen los tratadistas que de su completa domesticación surgieron la mayoría de las razas de ganado vacuno actual; y entre ellas, pero con una técnica que podríamos catalogar de domesticación incompleta, el toro de lidia.
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Fue por entonces, hacia el 7.000 a.C, cuando las culturas mediterráneas elevaron al toro a figura sacra, le rindieron culto y pasó a protagonizar ritos religiosos y celebraciones festivas. En la Península Ibérica, por ejemplo, hay muestras de culto al toro en la provincia portuguesa de Tras Os Montes y en las españolas de Almería y Soria.
Es decir, el toro está ligado desde la más remota antigüedad a las raíces más profundas de la cultura hispánica. Es nuestro animal más emblemático y su figura fecunda todas las artes: desde las primitivas pinturas rupestres, pasando por los toscos verracos ibéricos, hasta las tendencias más modernas de nuestra cultura en pintura, escultura y literatura; y, además, es protagonista en todo tipo de fiestas y conmemoraciones.
Siendo indiscutible todo eso, debemos preguntarnos, no obstante, por el origen de los festejos taurinos y, más concretamente, del encierro.
Además de teorías que apuntan que el origen de los festejos taurinos procede de la forma de combatir los toros a caballo que se practicaba en la cultura árabe, o de las que afirman que derivan de los espectáculos circenses con fieras de la Roma Imperial, la tesis más razonable asegura que se trata de un fenómeno de raíces autóctonas.
Su origen se remontaría a la caza del toro a campo abierto, lanceándolo a caballo hasta la muerte, de donde derivaron distintas suertes del toreo a caballo, o reduciéndolo con perros, trampas o redes para conducirlo enmaromado hasta la población donde sería sacrificado para servir de alimento, domesticado o empleado en distintos tipos de rituales religiosos, festivos o nupciales. Y es ahí, aprovechando el paso del toro por los pueblos, cuando el hombre a pie comenzó a practicar toda una serie de acciones más o menos arriesgadas, de las que derivaron primitivas suertes del toreo a cuerpo limpio.
De esos rituales indicados surgieron festejos como el Toro de San Marcos (como rito religioso), el Toro Júbilo (como rito festivo), o el Toro Nupcial (como rito de fertilidad previo a las bodas). Estos festejos taurinos populares, más relacionados con el pueblo llano que con la nobleza, tuvieron un gran predicamento en la parte final de la Edad Media y en la Edad Moderna, y se celebraban en muchos pueblos de la Península Ibérica, con unas denominaciones y unas singularidades distintas en cada lugar. A estos toros, tanto encordados como sueltos, se acercaban los hombres a cuerpo limpio, o con sus capas, para “capearlos”, suerte que daría nombre a las capeas, que eran esos festejos que se celebraban sin una razón tan específica y que serían el germen de lo que, siglos después, llegarían a ser las corridas de toros tal y como hoy las conocemos.
No obstante estos festejos taurinos de índole más popular, el que logró mayor esplendor entre los s. XIII y XVIII fue la corrida caballeresca, que era protagonizada por nobles a caballo. Comenzó como una especie de deporte o entrenamiento en períodos de entreguerras, que consistía en acosar y lancear toros en el campo y que, posteriormente, dado el auge que alcanzó, pasó a ser un espectáculo que se celebraba en recintos públicos de pueblos y ciudades, generalmente en las plazas mayores, para conmemorar sucesos de gran relevancia social, como eran los compromisos matrimoniales, las bodas de reyes y nobles (lo que no dejaba de tener cierto significado de ritual nupcial) y el nacimiento de herederos, o para honrar a monarcas extranjeros de visita en nuestra Corte.
Para poder celebrarse estos festejos, como un preliminar necesario, los toros debían conducirse desde el campo a los extramuros de la ciudad y, desde allí, hasta los corrales del recinto donde serían lidiados después. Este último tramo de la conducción transcurría inevitablemente por las calles de la localidad y se solía hacer de madrugada y con la torada a la carrera para minimizar el peligro que conllevaba para los vecinos.
No obstante, en esos últimos metros solían apostarse lugareños con la intención de ver los toros y los más osados se lanzaban a la carrera con la manada. Fue así como nació lo que se llamó entrada o encierro. Un acto que carecía de identidad propia, pues iba unido intrínsecamente al festejo taurino que se iba a celebrar; algo, simplemente, necesario.
Además de los rituales taurinos, las capeas y los encierros, en genérico, había otras modalidades de festejos taurinos para el pueblo: el Espante, que lograría identidad propia en algunas localidades, pero cuyo origen se debe al intento de los lugareños de casi todos los pueblos de espantar a los toros antes de su definitivo encierro para que ese acto durase más tiempo o por rivalidades; el Toro del Aguardiente, cuya denominación no precisa de explicación y que era aquél que, en los instantes previos a la entrada de los toros de la corrida, se soltaba en la plaza para que lo corriese allí la gente y tratar, así, de que no acudiese al recorrido del encierro; y, como un último ejemplo, el Toro de Prueba, que era el que, con anterioridad al festejo caballeresco y en el mismo recinto, se corría por los vecinos con la finalidad de prever la bravura del resto de la torada que se iba a lidiar.
Así, los festejos taurinos populares se convirtieron en costumbre generalizada, arraigada y rica en variantes; y no sólo en poblaciones importantes, sino también e incluso con mayor vigor en pueblos y aldeas. Hasta el punto que se convirtió en toda una fiesta, y voy a usar las palabras que ya Felipe II empleó en una Memoria remitida al Vaticano en el siglo XVI: “la más grande y principal de cuantas manifestaciones se hacen en estos reinos, de suerte que suprimirlas viene a ser suprimir casi en su totalidad el goce y la alegría de la población”.
Pese a varias bulas papales contra los festejos taurinos, como la de Pío V (“De salutis gregis dominici”), y pese a las prohibiciones de varios reyes, muchas de las variantes de esos festejos continuaron celebrándose por toda España, prácticamente.
Hacia 1725 la nobleza se alejó del mundo de los toros y decayó la corrida caballeresca, pero la gente del pueblo la reemplazó en el protagonismo, lidiando las reses con un primitivo toreo a pie, el propio de las capeas. Los que resultaron ser los mejores lidiadores entre esos pioneros alcanzaron muy pronto gran renombre popular y, deseando verlos, por todo nuestro territorio aumentó el número de corridas de toros, con lo que también aumentó el número de entradas o encierros durante el siglo XVIII.
Entre la segunda mitad del siglo XIX y el primer tercio del siglo XX, con la invención y expansión del ferrocarril, que posibilitaba que los toros fueran trasladados en cambretas directamente a los corrales de la plaza, los encierros sufrieron una convulsión: dejaron de ser algo necesario para el posterior festejo y, de hecho, dejaron de celebrarse en muchas localidades, especialmente en las ciudades, pero allí donde pervivieron lo hicieron con más vigor aún. Al no ser ya necesario, se podría decir que el encierro se independiza del posterior festejo taurino, comienza a anunciarse como un acto distinto y, definitivamente, adquiere personalidad propia.
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Lagun
NOTA: Para algunas de las ideas y conceptos de este texto he utilizado como fuente el libro de Francisco J. Flores Arroyuelo “Correr los toros en España”. Por otro lado, la fotografía está tomada de “xerezproducciones.com”. Con esta bitácora no tengo fines lucrativos y ruego se me permita mantener dicha fotografía; no obstante, será eliminada si el propietario de los derechos de autor así me lo solicita.