La relación entre “votos” (religiosos), “correr toros” y “
caridades” pudiera parecer extraña a quienes no se hayan acercado a la historia de nuestros encierros, capeas y demás festejos taurinos populares; pero quien lo haya hecho sabe que en la interrelación de esas tres manifestaciones está el origen de un buen número de fiestas de nuestro país y, como parte de ellas, de los festejos taurinos populares que se celebran en las mismas.
Un
voto es una promesa deliberada, voluntaria y libre por la cual los fieles cristianos se obligan solemnemente a realizar alguna obra piadosa o virtuosa con la intención de agradar a Dios.
Desde los tiempos del Antiguo Testamento, los votos se solían hacer cuando los hombres, individual o colectivamente hablando, estaban angustiados, en peligro o tenían el deseo de recibir un favor divino. Y en la Edad Media, y hasta el siglo XVIII incluso, fueron una práctica muy común ante situaciones como epidemias, plagas, hambrunas, sequías, etc.
William A. Christian, en su obra
Religiosidad local en la España de Felipe II, nos detalla que las calamidades sanitarias y los desastres naturales constituían el 79,50 % de los motivos concretamente especificados para la práctica de los votos que hacia 1575 se incluyen en las
Relaciones Topográficas de los pueblos de Castilla la Nueva:
el 36,7 % por pestilencias, mortandades y enfermedades
el 16,6 % por plagas de la vid
el 14,8 % por plagas de langostas
el 11,4 % por granizos, tormentas o sequías
La devoción es otro de los motivos que aparece expresamente indicado, pero en este caso sólo se corresponde con el 8 % de los votos incluidos.
Se puede decir por ello que la práctica del voto se fue generalizando durante la Edad Media en la religiosidad popular por la sensación de impotencia que los hombres sentían frente a la naturaleza y porque consideraban que su único recurso de auxilio posible era Dios, ya sea directamente o de forma indirecta a través de la Virgen o algún santo intercesor, contándose entre los más reputados a San Sebastián, San Gregorio Nacianceno, San Gregorio Ostiense, San Roque, San Marcos, San Blas, San Agustín o Santa Ana.
Así, la práctica totalidad de los pueblos y ciudades de España contaba con algún tipo de voto emitido bajo la guía de la Iglesia, y para su cumplimiento, generalmente, se prometía solemnemente celebrar misas, procesiones u otros oficios religiosos, realizar obras virtuosas como observar vigilias de ayuno o de abstinencia de comer carne (con lo que ello conllevaba en aquellos tiempos), respetar fechas señaladas en las que se imponía la obligación de no tener que trabajar (con el riesgo que se asumía en jornadas de recolección de frutos, por ejemplo), o asumir la obligación de hacer
caridades entre los pobres, que solían consistir en ofrecerles pan, queso, aceite, vino...
Es en ese marco donde, entre los distintos ofrecimientos votivos que hacían los miembros de una comunidad o los habitantes de un pueblo para honrar a “su santo”, también fue apareciendo el compromiso solemne de
correr toros en un fecha determinada y, como
caridad, el reparto al día siguiente de su carne entre los pobres y los fieles que se congregasen con motivo de la celebración de los actos prometidos con el voto.
Una de las primeras noticias de este tipo de votos aparece en un manuscrito conservado en el Monasterio de Silos, y de ella nos dio cuenta el Conde de las Navas en su obra
El espectáculo más nacional (Madrid, 1899):
El Concejo de Roa (Burgos), por una pestilencia que afectaba a la localidad, se obligó en el 4 de enero de 1394 con un voto a Dios y a la Cofradía del Corpus Christi de la villa a dar cada año mil quinientos maravedís que debían pagar todos:
caballeros, escuderos, dueñas, doncellas, fijosdalgo, legos, clérigos, indios y moros, para comprar cuatro toros que serían corridos por amor a Dios y para que, por su santa merced y misericordia, les librara de la pestilencia. Dos de esos toros serían corridos el día del Corpus, y al domingo siguiente se darían cocidos con pan y vino a los “
envergoñados i pobres” que llegaran a la villa.
A lo largo de nuestra geografía, y de nuestra historia, fueron muy numerosos los pueblos con votos que contenían el ofrecimiento de correr toros y la
caridad de dar su carne, principalmente a los pobres. A este respecto, Plácido González Hermoso tiene publicado en su blog “
MITOTAURICO” un elaborado artículo donde nos ofrece una amplia relación.
En este texto, en cambio, nos vamos a centrar únicamente en la fiesta votiva de Fuentelencina en honor de San Agustín, puesto que José Ramón López de los Mozos tiene publicado un
estudio en la web de la Fundación Joaquín Díaz que nos permite observar toda su evolución histórica. De él vamos a tomar las siguientes notas.
En
Fuentelaencina (Guadalajara), se erigió como patrón a San Agustín por decisión del Concejo tomada en 1520, que votó el día de su nacimiento, 28 de agosto, como fiesta principal, y le tomó como defensor contra la peste, que entonces padecía la villa, la langosta, las tempestades, el pedrisco, la falta de lluvia, las calenturas y cualquier otro mal o calamidad que pudieran padecer.
En las Relaciones Topográficas de Felipe II correspondientes a la localidad, realizadas en 1575, podemos leer en la respuesta 52 como se describía el voto en una época prácticamente coetánea a la de su constitución, pues sólo habían transcurrido cincuenta y cinco años:
“Hay votada la fiesta de San Agustin de ayunar su vigilia, y holgar el dia, y correr toros en tiempo permitido, y el dia en la hermita se da de caridad doscientos arreldes de vaca con pan e vino para esta fiesta. Cuando se votó, un carnicero dio un novillo de cien arreldes con condicion que todos los carniceros lo den cada año para ayuda de la caridad. Siempre se guarda esta costumbre...”
La fiesta comenzaba el día de la víspera, que era de ayuno, no se debía trabajar y se corría un toro siempre que estuviera permitido, según “dicen”.
No hay que olvidar que Pío V estableció en 1567 la prohibición de correr toros con la publicación de la bula
De salutis gregis dominici, y que en el Concilio de Toledo (1566-67) se prohibió la emisión de votos con el ofrecimiento de correr toros. Aunque dichas prohibiciones, en la práctica, apenas fueron respetadas en España.
Una vez sacrificada la res, por la noche y junto a la ermita que a las afueras del pueblo se erigió en honor del santo en 1524, se cocinaban los mejores trozos de la carne y a las doce se distribuía el caldo de su cocción, que era bebido como cosa bendita y aún milagrosa, según entendía la fe de las gentes.
Aunque no queda detallado suficientemente, debemos suponer que en el día de la fiesta de San Agustín, tras los oficios religiosos, se servía el resto de la carne, acompañada de vino y dos panecillos o tortas que se cocinaban especialmente para la ocasión.
En el siglo siguiente, fray Francisco de Ribera escribió en el año 1684 una obra sobre la vida de San Agustín, y en ella ofreció datos sobre el voto al santo en Fuentelencina en dicha época.
La fiesta comenzaba el día de la víspera con la suelta de una res enmaromada, toro o vaquilla, que se corría por las calles del pueblo y cuya carne, una vez sacrificada, se ponía a cocer al anochecer junto a la ermita del santo. A la media noche comenzaban a repartir el caldo resultante, ya que tal cocción se consideraba como medicina protectora contra las fiebres tercianas.
El hecho de que, en vez de toros, se deje abierta la posibilidad de que se corran vacas, nos puede estar indicando que, como consta documentado en la población de Loeches (Madrid), se estaría acatando la literalidad de la prohibición eclesiástica de correr “toros”, pero se seguiría cumpliendo el voto corriendo “vacas”.
La carne se dividía en cuatro partes correspondientes a otras tantas cuadrillas, tres formadas por los propios del lugar y la cuarta por forasteros, que a veces llegaban desde hasta diez leguas (entre 50 y 60 kilómetros), pues tenían derecho a participar todos los asistentes, tanto los vecinos del pueblo como los forasteros, generalmente pobres y enfermos que acudían para saciar su hambre los unos y en busca de un milagro sanatorio los otros. Y en cada cuadrilla se repartía la
caridad con dos panecillos o tortas del santo, que se confeccionaban para la ocasión, además de un cuartillo de vino (medio litro) por persona.
Muy interesantes son dos testimonios que ofrece el autor del estudio: uno de 1955, de Ernesto Navarrete, y otro de 1973, de Antonio Herrera Casado, porque con ellos nos situamos en la segunda mitad del siglo XX y observamos la evolución de los ceremoniales del voto en fecha tan cercana a la actual.
Según Ernesto Navarrete, en 1955 la fiesta comenzaba el día 27 de agosto, la víspera, con la salida de una vaquilla ensogada que se corría por las calles del pueblo hasta llegar a la plaza del ayuntamiento, a una de cuyas columnas era atada y apuntillada por el propio alcalde. Este último dato del alcalde se niega en la versión de Herrera Casado en 1973.
Después, la vaca era descuartizada, dejándose los mejores trozos para freírlos detrás de la iglesia, y con el aceite resultante, el resto de la carne y los huesos se hacían en grandes calderas las denominadas
Sopas de San Agustín. En 1973 serían los hombres los únicos encargados de la preparación.
Se calculaba el fuego para que a las nueve de la noche estuvieran a punto (en 1973 tras los oficios religiosos de las vísperas) y, previa bendición del sacerdote, servir las
sopas, que preservaban y curaban las fiebres tercianas, según creencia, siempre que se invocase el nombre del santo con devoción y las
sopas se tomasen con fe. El dato de la hora es significativo, pues en un principio era a las doce, es decir que se ayunaba toda la jornada y sólo se comía a partir de los primeros minutos del día de la fiesta; en cambio, dando las "sopas" a las nueve ya no se estaría cumpliendo con la antigua promesa del ayuno en la víspera.
El día del santo, una vez concluida la misa, sacerdote, autoridades, funcionarios e invitados se trasladaban al ayuntamiento, donde tomaban un chocolate seguido de la carne de la vaca. Finalizado ese acto, el alcalde y el sacerdote salían al balcón que da a la plaza, donde se arremolinaba la gente en espera de que les echasen los huesos de la vaquilla que habían sido usados para condimentar las
sopas, disputándoselos como reliquia protectora y milagrosa. Este acto no se llevó a cabo en 1973, según la versión de Herrero Casado.
Como es lógico pensar, en la actualidad ha desaparecido completamente ese carácter caritativo de las fiestas de Fuentelencina.
En el año 2007, según el programa de fiestas, la suelta de vaquillas comenzó desde la misma madrugada del día 27 hasta las nueve y media de la mañana. A las cuatro de la tarde estaba programada la preparación de las calderas, y la degustación de la tradicional sopa a las ocho. Posteriormente, el día 28, el de la fiesta, a las nueve se entregó el cesto de las
caridades; y, después de la misa de doce, la degustación del chocolate y de la carne.
Si bien se mantiene la señalización de los días tradicionales, los actos han perdido el carácter que les dio origen y variado sus contenidos y horarios. Además, se añaden nuevos encierros los días 29 y 30 de agosto, y una nueva caldereta el día 31.
Y desde “diez leguas” o más siguen acudiendo gentes al reclamo de las fiestas de Fuentelencina en honor de San Agustín, pero no son, precisamente, ni pobres ni enfermos.
...
Con la institución religiosa de los votos y las
caridades, el pueblo pudo arrogarse en los siglos XV y XVI, fundamentalmente, su derecho a correr toros frente a lo establecido por el poder real, que sólo se lo concedía a los nobles y haciéndolo a caballo. Y, por otro lado, ese enfrentamiento del hombre a pie con el toro en base a habilidad y valor únicamente era una práctica que la Iglesia venía declarando como una pervivencia pagana, pero en un primer momento la cristianizó de hecho al integrarla en fiestas patronales, no sin polémica doctrinal de por medio.
No obstante, la prohibición de correr toros y más concretamente por promesa realizada mediante voto alcanzó su mayor cota con la bula de Pío V (1567) y el Concilio de Toledo (1566-67). De ese mismo tenor fueron el Sínodo de Cartagena (1583), el Sínodo de Coria (1606) o el Sínodo de Málaga (1671).
En todos ellos se prohibían los votos de correr toros por honra de Dios; ahora bien, no se siguió prohibiendo el acto de correr toros propiamente dicho, siempre y cuando fuese por libre voluntad y no por voto.
Del contenido del Sínodo de Toledo celebrado en 1682 (un siglo después) se deduce que las prohibiciones no surtían efecto, ya que por entonces, además de celebrarse festejos taurinos por libre voluntad, también se seguían cumpliendo votos que llevaban aparejados correr toros. Y, es más, se siguieron emitiendo y cumpliendo durante el siglo XVIII. Una tradición tan antigua no podía erradicarse fácilmente.
En la actualidad están en desuso prácticamente aquel tipo de
votos, pero aún perduran muchas de las fiestas que surgieron a raíz de su emisión. A modo de ejemplo, podríamos señalar
El Domingo de Calderas en Soria, o
Las Mondas en Talavera de la Reina (Toledo). Y en algunos casos nos han llegado con sus festejos taurinos populares, mientras que en otros no ha sido así.
Y, por otro lado, se podría decir que las
caridades con carne de toro aún perviven, aunque han evolucionado a comidas comunales de simple carácter festivo, en las que han desaparecido los matices caritativo y religioso que antaño tuvieron. Así, se siguen celebrando con el nombre de
Caridad de... San Roque, por ejemplo, que es una de las más recurrentes.
Mi amiga “Chon” comenzando a cocinar una de las quince calderetas de toro que todos los años se preparan en el “Día de la Carne” de las fiestas de un pequeño pueblo de La Alcarria, del que me van a perdonar que me reserve el nombre
Pero también hay muchos casos de pueblos en los que esa comida comunal no ha conservado la denominación de “
caridad” que, sin duda, debió tener en su día, aunque sí que se habla del “
Día de la Carne” y el “
Día de los Toros” para distinguir ambas jornadas.
Todo lo anterior nos lleva a pensar que, tanto en unos casos como en otros, los vecinos que habitaron esos pueblos hace unos cinco siglos, cuando menos, con la emisión de votos y al obligarse con
caridades forjaron la tradición de que hombres a pie
corrieran toros por sus calles. En cada pueblo con su propia y específica modalidad. Y que, generación tras generación, han ido preservando esa costumbre: su actual encierro, su capea o su festejo taurino popular.
Lagun
NOTA: Quiero agradecer a “Chon” su amistad, el hecho de que en los dos últimos años me haya permitido actuar de “pinche” en la elaboración del caldero que ella cocina para las fiestas y que me haya autorizado a publicar la fotografía con su imagen para esta entrada. Por ello mismo, queda prohibida su publicación en cualquier otro medio sin la debida autorización del autor de esta bitácora, que también lo es de las fotografías primera y tercera que aquí se han insertado.